Los fabulosos tesoros que los piratas acumularon a lo
largo de sus correrías por los mares han hecho volar la imaginación de los
habitantes de las poblaciones tantas veces asaltadas y Campeche no es la
excepción al respecto. Tal es el caso de un lugar conocido como El Morro, cerca
del poblado de Seyba y donde se dice, alguna vez los piratas llegaron para
esconder su oro en espera de regresar en mejores tiempos a recuperarlo o tal
vez simplemente esconderlo para que nadie más lo tenga, pues fue jugando su
vida que obtuvieron tan gran botín.
Unas tres millas al
norte del modesto y centenario caserío de Seyba hay una gruta que mira al mar,
que desde los tiempos coloniales se le conoce con el nombre de El Morro. La
playa de aquel sitio es rocallosa y el golpe de las olas, en colaboración con
los siglos, ha labrado en esa gruta primores arquitectónicos. Refieren los
pobladores de Seyba que cada vez que se avecina una tormenta, se escuchan como
truenos en el interior de la gruta y entonces dicen los marinos con alarma El
Morro grita y cuando esto ocurre nadie se hace al mar.
Corría el mes de
noviembre... el día que comienza a desarrollarse los sucesos que aquí
esbozamos; parecía sereno: el sol iniciaba su jornada; a la orilla de la playa,
a vista del pequeño poblado, un grupo de pescadores preparaban sus útiles para
hacerse a la mar a caza del cotidiano sustento; aproximándose a ellos un viejo
marino, diciéndoles con voz ronca: "esta madrugada ha estado gritando El
Morro y el nunca miente; con que si no quiere ir a dormir a casa de la huesosa,
virando en redondo y para la casa. "Nuestro amo Santiago no diga niñadas;
no ve que para hacer jarana viera ya nublado? y todo está clarísimo”, respondió
uno de los pescadores. "pues yo zarpo para la casa y háganlo que se les
pegue su gana, ¡rétales...! y levó anclas rumbo a su modestísima choza. Todos
aquellos fogueados pescadores tenían a "nuestro amo Santiago” por un
verdadero lobo marino y no desoyeron sus advertencias.
Hacía algunos días
que frente a la costa de Lerma estaba anclado un bajel pirata; lo capitaneaba
un español llamado Pedro Chávez, pero el nombre por el cual era conocido el de
Juan Crullés, nombre que por más de un siglo fue pasando de uno a otro pirata.
Esperaba el capitán el momento propicio para levar anclas. Tenían a bordo del
bajel un riquísimo botín, producto de los sacrílegos saqueos, hecho el primero
en Ciudad del Carmen y el segundo en Campeche.
Cuando sintieron
aproximarse al norte, comenzaron a tomar medidas para capearlo; pero era tarde:
no habían avanzando muchas brazas, cuando el ímpetu del vendaval dejó sentirse
con todo su furor y los gruesos mástiles de aquel bajel, terror de pueblos y
ciudades, y sus recias tablas crujían de un modo lúgubre, espantoso...!
Aquellos bandoleros del mar, parecían furias escapadas del Averno. La energía
que quiso desplegar el capitán, solo le sirvió para que le dispararan un
arcabuzazo; el que hubiera dado fin a su vida, a no escudarse rápidamente tras
un corpulento ruso que cayó sus pies con el cráneo destrozado. Creyendo el
capitán poder aprovechar este pandemónium, decidió apoderarse, en unión de su
segundo, de una de las dos chalupas que había y en ella embarcarse llevándose
lo que pudiera del rico botín; más, hubo quién lo advirtiera, armándose una
terrible lucha.
Aquello acabó con
toda esperanza de salvamento: las dos chalupas fueron rotas a hachazos; los
muertos y heridos que yacían sobre cubierta, eran arrebatados por el devastador
embate de las olas, que semejantes a monstruos apocalípticos, cruzaban sin
interrupción por el bajel rugiendo y vomitando espuma.
Solo el capitán y
tres más parecían haber escapado a la borrasca de los elementos y de las
pasiones asidas de una; jarcia, sin otra idea que la del instinto de
conservación, más que hombres parecían galápagos adheridos a las tablas de la
cubierta. De repente sintieron un sacudimiento terrible, acompañado como de un
estampido formidable, se arrancó de su sitio la jarcia de donde estaban asidos
y sin soltarla rodaron con ella hasta el mar... Como eran excelentes nadadores
pronto ganaron la orilla y así que se repusieron quisieron enterarse de su
situación; entonces pudieron darse entera cuenta de que el bajel se había
estrellado contra las tremendas rocas del Morro; se trataba ya de impedir que
el botín que traían a bordo tuviera el fin de sus infortunados compañeros, Juan
Crullés y otro de los cuatro, que era un noruego llamado Haffdel, sabían que
allí mismo existía una gruta que era el escondite más apropiado para tan
cuantioso tesoro.
Sabían también que
los supersticiosos y sencillos pescadores, merced a infinidad de consejas
tenidas por ellos como verdades, jamás se aproximaban al Morro cuando el mar se
descomponía; y eran tales los horrores que de la gruta se referían, que toda la
sencilla población la miraba con temeroso respeto.
Con tales
seguridades, se pusieron a trabajar los cuatro filibusteros en su obra de
salvamento. Gracias al desorden que durante el naufragio imperó, todo el
cargamento, excepto el aguardiente, estaba intacto. Cuando emprendieron su
trabajo, la tormenta principiaba a amainar; ya el alba aunque envuelta en sedal
de tinieblas contemplaba los cuadros desoladores que con mano implacable
trazara la víspera Adamastor, el genio de las tormentas. Concluido que hubieran
de poner en buen recaudo aquel tesoro, que según se nos cuenta, se estimaba en
algunos millones de duros, determinaron comer y descansar luego. Se despertaron
en aquel hermoso instante en que la tarde da un beso de despedida a la noche.
Se arreglaron como
las circunstancias se los permitió y tomaron el rumbo de la población decididos
a conseguirse a toda costa caballos que los condujeran a Campeche.
Se fueron
resueltamente a la casa de un ex-encomendero llamado Núñez de Pareta, quién
poseía una regular manada de ganado caballar; solo estaba cuando a su casa
llegaron y encarándose con él, el capitán pirata le dijo con tono que no
admitía réplica: "necesito para ahora mismo cuatro caballos
aparejados". El ex-comendero iba a replicar, pero viendo desembozarse a su
extraño visitante y sintiendo frío cañón de un trabuco en el cuello, respondió
que en seguida los prepararía él mismo. Le ayudaron, a fin a terminar lo más
antes; y al marcharse los embozados recibió Pareta por todo estipendio estas
palabras de Juan Crullés “si en algo estimáis vuestra cabeza, guardaos de
imponer a nadie de que hemos estado aquí”.
En la parroquia
sonaban las doce de la noche cuando los cuatro jinetes penetraron en el barrio
de San Román, se apearon ante una ruinosa casucha, dio uno de ellos tres golpes
acompasados en la desvencijada puerta; se abrió ésta y apareció en el dintel
una vieja que hacía la impresión de un espectro. “Pero ¿sois vosotros?” les
pregunto así que hubieran entrado y quitándose los embozos, “os hacía en los
requintos infiernos... Fue tan terrible el temporal... Cristo del Gran Poder!”
“De allí vinimos, doña Proserpina… y no pregunte nada más, porque nada le
importa. ¿Tiene algo que beber?” dijo Crullés con su acostumbrado acento de
mando.
“Si hombre, pero no
hay que enchapinarse”, respondió la interrogada. Acto continuo tomó de un
anaquel copas y botellas que puso sobre una mesa roñosa, se sentaron todos a
ella en sillas de vaqueta y principiaron a beber. Pedro Chávez, o sea Juan
Crullés, tuvo la precaución de sentarse cerca de una puerta que miraba al
patio; él era el que más empeño ponía en que las libaciones fueran frecuentes.
Usando su astucia acostumbrada y en amparo por la luz mortecina de la
candileja, única que en la sala había, tiraba al patio, de vez en cuando, el
contenido de su copa. Esto pasó inadvertido a todos, menos al noruego que le
tenía enfrente y vigilaba al soslayo sus menores movimientos...
¿Quieres saber en qué termina la leyenda? No te pierdas la segunda parte dentro de dos días.
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