Por: JUSTO SIERRA MÉNDEZ
Fragmento
Sin lugar a dudas, entre los autores que escribieron acerca de la piratería no puede faltar Justo Sierra Méndez, quien en su poema titulado Playera, nos narra las inquietudes de una joven que se enamoró de un vándalo del mar, que surcaba muy a menudo por las calurosas aguas campechanas.
…En medio de su éxtasis, una penumbra negra invadió el alma de la muchacha; tuvo un recuerdo. En la última fiesta del patrón de los marineros que se venera en San Román, había visto a aquel ángel: vestía de terciopelo como un magnate de la corte virreinal (de los que todos hablaban y nadie los había visto), o como un jefe de corsarios franceses, y recordó que todos creían que aquel hombre debía de ser un filibustero, porque nadie lo conocía y derramaba el oro a manos llenas.
Lo singular, lo malo, es que durante todas las fiestas aquel hombre la siguió con sus miradas amorosas y audaces a la vez; ¡qué horror! Y ella lo veía como distraídamente y el corazón le palpitaba con infinita fuerza...
Lila no se explicaba así lo que sentía, ni de ningún otro modo. Porque el mancebo que la playera tenía delante, lo estaba en realidad, pero delante de su alma; y el parecido de éste con el filibustero, indicaba que ya lo había visto. Pues no, no había visto a nadie; y, sin embargo, todo era real, todo era supremamente real, ¿pues qué, hay algo más real que la luz en un rayo de sol y el amor en una mujer de quince años, en la costa del Golfo?
Lila, magnetizada por las palabras del mancebo alado, se dejó cubrir la frente de besos; de cada beso nacía un azahar; y juntos formaban una corona de desposada.
Luego, el ángel (¿no os he dicho que era un ángel?) tendió sobre su cabeza y dejó caer en rectos pliegues sobre el cuerpo de la virgen una nube sin mancha; era el velo de boda. Y el altar era sorprendente; parecía el altar de la iglesia de San Román, pero cuajado de piedras preciosas; los cortinajes de tisú recamados de oro parecían nubes bordadas de estrellas y el pavimento era un ópalo verde como el mar.
—¿Me amas? —preguntó el mancebo.
—Sí, dijo la joven con sólo el destello que se encendió en sus ojos.
—Ven, pues, ven conmigo.
—¿Podré llorar?
—Llorarás, repuso el amante de Lila.
Y la barquilla de cristal se aproximó... Pero otra sobra negra se interpuso entre el alma de la niña y su visión de amor. ¡Dios mío! —exclamó la niña…
Y ya la barquilla bogaba, bogaba en el mar risueño. La cabeza de Lila reclinada sobre el pecho de su amado parecía rodeada de una aureola; sus cabellos destrenzados mojaban sus extremidades en las olas, y éstas pasaban armoniosamente como la brisa por entre las cuerdas de las arpas eólicas.
Lila se sentía dormida y no tenía fuerzas para querer despertar. En sueños tuvo un recuerdo y fue la última sombra negra. Aquella mañana al salir del baño había visto un bergantín con bandera negra cruzando a toda vela el horizonte...
La bandera negra es la bandera de los filibusteros.
—Allí está —decía palmoteando alborozada la criada africana de Lila—, allí está, viene por nosotros.
—¿Quién? —preguntó la niña.
—Aquel que tanto miraste en las fiestas de San Román...
Lila sintió un beso entre los labios y la barca continuaba bogando, bogando...
—Yo quisiera llorar —decía la niña—, ¡oh Dios Mío!, creo que voy a llorar.
—Llorarás, contestaba el ángel, inclinando sobre ella su gran mirada de amor...
—Vaya un cuento raro, ¿y lloró por fin? — decía una de las muchachas.
—¿Quién sabe?, pero lo cierto es que fue feliz.
—¡Feliz! —dijeron todas a una.
—Si murió, fue feliz y si lloró, fue feliz también.
—¡Oh!, ¿no ha dicho Jesús, nuestro señor, felices los que lloran?
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